En mis primeros días en la medicina, en los años 50 y 60, las quejas de eructos y flatulencias se atribuyeron a aerofagia (ingestión de aire). Para mi vergüenza, recuerdo haber repetido la frase: “Señora, no hay gas en su intestino, excepto lo que ha tragado”, a un número de pacientes ansiosos. Consideré los cuentos de vestuario de quemaduras graves experimentadas por aquellos que intentan encender el gas expulsado del recto como meras leyendas urbanas.
A finales de la década de 1960, se reconoció cada vez más que la mayoría de los flatos se producían por acción microbiana del contenido del colon y que gran parte del gas colónico era dióxido de carbono, hidrógeno y metano, los dos últimos inflamables. Ninguna conferencia médica de principios de los años setenta fue completa sin una entretenida conferencia sobre la composición de los gases del intestino, con referencias a le Pétomane y al comentario de Brilliant-Savarin: “Los intestinos son el hogar de las tempestades”.
En la última década ha habido un creciente interés en el ‘microbioma’, y con él, el reconocimiento de que los gases intestinales se modifican por una compleja interacción entre la genética, el medio ambiente y la dieta.